viernes, 15 de julio de 2011

UNA GRAN MONTAÑA EN LA CIUDAD


Maya: Ilusión.
Jordi: Tierra y trabajo.
Raj: El rey.
Guiomar: La mujer en combate.
Sachitananda: El verdadero conocimiento de la existencia.


El martes 12 de julio de 2011 me quedé dormido. Eran las once de la mañana y aún seguía ocioso en la cama y sin ninguna gana de abandonarla. El día anterior me acosté tarde. Sachitananda y yo alargamos la noche charlando y dilucidando en prosa, muy propio de él, sobre temas triviales y no tan triviales. Esas veces, propio de mí, que empiezas hablando de una cosa y terminas con el mismo monólogo de siempre; tal y como me reprocha Sachitananda, empiezo con cine y termino con política, lo cual le parece muy gracioso.
Había quedado con Maya a la una de la tarde así que me puse en pie. Me la presentó Guiomar y he ido a verla alguna que otra vez. Vive en la calle, en Pahar Ganj, tiene tropecientos hijos, aunque muchas veces me pregunto si no los alquilará para hacer negocio. Es muy espabilada. La he visto con tres o cuatro chiquillos diferentes las veces que me la he encontrado. De igual manera, vamos a no conjeturar demasiado, no es un tema agradable. El carácter que proyecta es atroz, parece que no le tiene miedo a nada, pero tiene esa mirada contemplativa y triste aunque parezca muy segura de sí misma. Y es muy inteligente, bastante.
Encendí el ordenador para escuchar un poco de música mientras preparaba el desayuno. Un huevo pasado por agua, un pa amb tomàquet y un té verde. Y Sonó el teléfono.
Hello?” Contesté expectante por saber quien me llamaba.
“Hola mi amigo, soy Maya.” Era Maya, en un inglés chapurreado y con un enraizadísimo acento indio.
“¡Maya!” Le dije, aclamando con admiración su nombre. “¿Cómo estás?”
“¡Bien! ¿No vienes? Yo miro y miro y no te veo.”
Alcé la vista para mirar el reloj y vi que aún eran las doce menos cuarto. Supuse que no estaría al tanto de la hora o se había olvidado.
“¡Sí que voy Maya! Hemos quedado en el Diamond Cafe.” Vocalicé exageradamente cada palabra como si estuviese hablando con un bebé.
“¡Ok, ok! Hasta ahora Jordi. ¡Adiós!”
“Adiós Maya.”
Y colgué el teléfono. Me apresuré. Me di una ducha larga. Las noches de verano en Delhi son húmedas y calurosas y es un gran placer dejar correr el agua sobre la piel pegajosa y turbia. Abrí el ropero y me paré un instante a reflexionar en qué ropa ponerme. Qué ropa apropiada escoger para ir de excursión a Pahar Ganj, el lugar de las montañas, esa gran montaña polvorienta, mugrienta, colorida, alegre y abatida a la vez, salvaje; dentro de esta inmensa ciudad. Pues sí, necesitaba ropa lo más impermeable posible a todo ello. Pantalón corto beige, el único que tengo, y una camisa azul con rayas negras y granates que tomé prestada de Sachitananda.
Llegué veinte minutos más tarde. Tenía aún a pie un trozo largo desde la parada de metro de Ramakrishna Ashram Marg hasta el café. Pero me lo tomé con calma, bastante tienes con ir esquivando vacas, tuk-tuk, rickshaws, coches, motos, hippies, turistas, delhiwallas y comerciantes locos por vender como sea. Estos negociantes intentan engatusarte a cualquier precio, te preguntan “First time in India?,” y así saben a que atenerse a la hora de hacer bussiness. O como me pasó ese día, a medio camino, uno de ellos me saluda confianzudamente y me pregunta si me acuerdo de él de Manali, “Nunca estuve en Manali amigo,” le solté. Finalmente llegué a las puertas del Diamond y allí estaba Maya con su hijo Raj. Esta vez no vestía ningún sari. Iba con un kurta de manga corta amarillo y con lunares negros, con el pantalón, patiala, a juego y un velo negro. Les invité a comer allí mismo. Dos coca-colas y dos tortillas españolas y dos chai para la sobremesa.


Maya estaba triste. Tenía otra expresión totalmente distinta.
“¿Qué te pasa Maya? Pareces triste.” Le pregunté sin saber si quería escuchar el porqué o tal vez porque inevitablemente me esperaba cualquier excusa para pedirme dinero.
“Lo sé, mi amigo. Yo siempre feliz. Sonriendo. Pero siempre muchos problemas con los niños.” Maya me contestó, señalando a Raj, con esa mirada afligida y con la mente divagando en otro lugar.
Una de sus hijas, según lo que ella me contó, había tenido un accidente yendo al colegio. Y estaba a base de curas domésticas con una herida abierta en la rodilla en alguna casa, porque no tenía dinero para pagar las cinco mil rupias sospechosas del hospital. No quise preguntarle más. Todo me parecía muy dudoso y rebuscado, a parte, sé que en cualquier hospital estatal atenderían a su hija sin ningún coste. Me estaba engañando.
Maya cogió a Raj en brazos cuando se terminó la tortilla y lo recostó sobre su regazo para darle el pecho. Lo cubrió totalmente con su velo. Al cabo de un rato, Raj se quedó dormido. Me parecía todo muy raro, Raj tiene unos tres años, como era posible que le siga dando el pecho. Tercer dato sospechoso.
“Yo me tengo que ir pronto” Me dijo. “No puedo quedarme mucho tiempo hoy.”
Le había traído lápices, cuadernos y bolígrafos para sus hijos y unos pañuelos para ella. Le di ciento cincuenta rupias a modo de cambio por las fotografías que le saqué y nos fuimos del restaurante.
Antes de despedirnos le dije a Maya que me acompañase a un locutorio porque quería llamar a Guiomar y para que así ella hablase también. Se puso muy contenta. Era un sorpresita que tenía preparado para Guiomar que estaba de vuelta en las Canarias hacía ya algunas semanas.


Entramos en un locutorio minúsculo y maloliente, con el ventilador a medio funcionar y la televisión a todo volumen. El dueño o encargado, empapado en sudor y con la ropa roída y amarilla de la porquería de Pahar Ganj, estaba absorto en una película o videoclip con alguna música punjabi.
Baya, ¿cuánto para llamar a España?” Le pregunté.
Sin apartar la vista del televisor me dijo que eran siete rupias el minuto y me acerco uno de los teléfonos, como si lo tuviese todo milimetrado. Marqué algo nervioso los trece dígitos del teléfono provisional de Guiomar y después de tres intentos, el teléfono dio la llamada.
“¿Guio?” Había descolgado su móvil pero no escuchaba nada. Arrinconándome hacia la pared, me apreté el auricular al oído derecho y con el índice de mi otra mano taponé mi oído izquierdo.
“¡Jordi!” Guiomar sonó campante y sobrecogida.
“¿Cómo estás amor?… Espera que te voy a pasar a alguien que te quiere saludar.”
Me incorporé y le pasé el auricular a Maya, que la tenía sentada en frente de mí.
“¡Hola!… Soy Maya… ¿Qué tal amiga?” Maya parecía impasible, a pesar de escapársele alguna que otra risa. “Sí, sí, Raj está aquí conmigo… ¿Cuándo vienes a India?... ¿Septiembre?... Entonces cuando tú vienes aquí, tú miras y me buscas. Yo estaré aquí esperando… ¡Ok, ok!... Te paso a tu amigo, adiós… Adiós.”
Guiomar y yo seguimos hablando de nuestras cosas durante un ratito. Al pagar las doscientas diez rupias del teléfono, curiosamente, vi en Maya un gesto de humildad que no había percibido antes, hizo ademán de pagar las diez rupias que matizaban el total. Se había emocionado y yo estaba confuso. Me dio las gracias y le dije adiós.
No sabía qué pensar. A veces me resulta todo muy decepcionante y puedo notar cierta inseguridad en mí. Como si todo fuese parte de un plan mafioso cuidadosamente urdido. ¡En qué estará metida Maya! A veces es mejor no saberlo.

Jordi Boldú. Nueva Delhi, 14 de julio de 2011.

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