sábado, 20 de agosto de 2011

SUPERMAN

Roberto: glorioso y famoso.
Pepe: "él añaderá".


Roberto escuchó el característico e inconfundible sonido de la puerta de la entrada al cerrarse y corrió hasta la ventana del salón que daba a la calle. Su madre acababa de salir a por comida a la cola del racionamiento. Para Roberto, de escaso metro y poco de altura, alcanzar el picaporte de la ventana era una ardua tarea. Requería esfuerzo y habilidad. Pero el chiquillo ya le tenía el truco pillado. Su pericia consistía en empujar una de las pesadas sillas de madera del comedor hasta la ventana, subirse a ella e intentar abrir la vieja ventana. No se había ni subido a la silla y las primeras gotas de sudor ya se abrían paso sobre su frente. Esas ventanas antiguas y monstruosas tenían un mecanismo no muy apto para criaturas de cinco años. El trinquete de la ventana quedaba sujeto y ceñido a un tope del que había que tirar hacia arriba y posteriormente hacer fuerza hacia abajo para liberar el cierre que mantenía afianzada las dos hojas de la ventana, tanto por arriba como por abajo. Roberto hizo uso terca pero provechosamente de sus dos manos y consiguió abatir su aislamiento del mundo exterior. Barcelona. Después de un suspiro de alivio, Roberto sonrió orgulloso.
Era una mañana ajetreada. Una alegóricamente cotidiana Barcelona de la posguerra resplandecía valerosa desde aquella ventana. La brisa merodeadora entró tímidamente por el hueco que Roberto había destapado y despeinó su melenita rubia. Apoyó su pecho, ayudándose de sus dos manos, contra el filo de la ventana e inclinó su cabeza hacia la acera que daba al portal de su edificio, buscando a su madre. Y allí estaba. Aquella joven acababa de salir del portal airosa y brava. Ataviada con un vestido azul oscuro de pequeños lunares blancos que le llegaba por debajo de las rodillas. Seguramente llevaría medias pero desde los dos pisos que separaban a Roberto de su madre era imposible apreciarlas. Discretos zapatos negros de medio tacón, un pequeño bolso de color negro y una cesta enorme de mimbre que llevaba colgada de su hombro derecho. Llevaba el pelo como de costumbre, suelto con el flequillo peinado y sujeto con pinzas hacia los lados y las puntas de su media melena rubia onduladas a modo de tirabuzones. “¡Qué guapa es!”, pensó Roberto.
“¡Mamá!” Gritó Roberto desde la ventana.
Su madre, que se disponía a cruzar la acera, se giró dulcemente. Su melena y la falda de su vestido ondularon perfectamente urdidas al fervor de su giro. Echó la vista hacia arriba.
“¡Roberto!” Gritó la madre nada escandalizada. “¡Bájate de la silla y dile a tu hermano que cierre la ventana!” Le recriminó cándidamente.
Ya se escuchaba el traqueteo del tranvía.
“No te preocupes cariño que mamá vuelve enseguida.”
Y con diligencia la mamá se volvió de espaldas a la atenta mirada de Roberto y se apresuró a montarse al coche en marcha que pasaba lánguidamente por la calle del Paralelo. Elegantemente coordinada, empuñó la agarradera de una de las entradas y con un leve impulso subió al tranvía. Aún le quedó tiempo para girarse de nuevo y lanzarle una amplia sonrisa a su hijo pequeño.
Roberto se quedó observando por un instante. Se reincorporó de la ventana e hizo el amago de cerrarla cuando su hermano le espetó que no lo hiciera.
“¡No la cierres!”
Pepe, que se acaba de levantar, se le acercó torpemente y exhalando algún que otro bostezo. Estaba despeinado, tenía los ojos medio cerrados y sólo llevaba puestos los calzoncillos con los que había pasado la noche. Roberto llevaba unos pantaloncitos de un azul cerúleo y una camisilla blanca, pero de ese blanco que ya no es blanco sino amarillento. Lo fue en su momento, blanco impoluto, pero el uso lo había desgastado.
“Mamá se acaba de ir a por el desayuno.” Le dijo Roberto inocentemente.
“Ya lo sé, enano.”
Roberto seguía de pie encima de la silla. Su hermano se le acerco y de un salto se subió al filo de la ventana. Roberto le observaba desconcertado, impávido, pero con cierto aire de fidelidad, sabiendo que algo tramaba como de costumbre. Pero para Roberto, Pepe no representaba ninguna amenaza. Su hermano siempre se mostraba pícaro. Era muy astuto. Roberto cruzó los brazos con esa mirada angelical y siempre tenía la manía de morderse suavemente el labio inferior con los incisivos izquierdos. Su hermano lo agarró por los sobacos y de un impulso lo sentó junto a él.
“¡Ven aquí pequeñajo!” Le dijo mientras lo alzaba hasta el filo de la ventana.
“Mamá me dijo que cerrara la ventana. Es peligroso estar aquí.”
Él siempre tan correcto y obediente. Tan atento, observador. Roberto permanecía siempre callado, inmutable. Era la muñequita de mamá, la niña que siempre quiso tener. Siempre lo llevaba con su media melena rubia, con las puntas rizadas, sus pantalocintos cortos que no se percibían bajo ese abrigo rojo que siempre vestía en invierno. Parecía una niña. Y su madre lo sacaba a pasear orgullosa. “¡Pero qué niña más guapa tienes!” Le decían mientras le estrujaban la mejilla.
“¡Cállate! No ves que no pasa nada.” Le soltó Pepe. "Además yo si quiero puedo saltar y volar".
"¡Ah, sí! ¿Y cómo?" Le contestó con aires de sabiondo Roberto.
"Pues, como hace Superman."


Hubo un pequeño silencio. Roberto dejó de mirar a su hermano para perderse en el bullicio de la ciudad. Permanecía pensativo, reflexionando lo que acababa de decir Pepe.
"Superman se pone de pie, se coloca la mano izquierda en la cintura y la derecha la alza al cielo. Luego grita - Superman - salta y vuela." Siguió diciendo Pepe.
"Yo no me creo eso. Él es un superhombre y sí puede hacerlo, nosotros no."
"Tú lo que eres es un enano y un gallina."
Pepe se bajó de la ventana y mientras se alejaba de allí seguía gritándole "gallina".
Roberto permaneció inmóvil, mirando hacia abajo. Calculando la altura. Algo le amedrentaba pero la curiosidad pudo con él. Él no era ningún gallina. Así que se puso de pie. Las rodillas le temblaban y mientras se levantaba se iba agarrando a lo que podía. El viento le golpeaba en la cara pero él aguantaba. Se colocó tímidamente su mano izquierda en la cintura y lentamente alzó la derecha hacia el cielo. Cogió una bocanada grande de aire y gritó "Superman". Y saltó.

A mi padre Roberto.

Jordi Boldú. Arguineguín, 20 de agosto de 2011.

2 comentarios:

  1. Muy bien retratado, sí señor. Por momentos pensé que realmente estaba viendo la escena. Patri

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  2. Joder se me ha puesto la piel de gallina. Me ha gustado mucho Jordi, ya lo comentaremos. Un beso!

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