Una tarde
de cualquier día de la semana, sentados en la terraza de una casa canaria, da
para mucho; y más aún cuando hace calor - mucho calor. Abanicos en mano,
sentados en sillas de plástico y en silencio, estábamos mi abuela, mis tías
Juana y María, mi madre y yo, en casa de mi abuela. Hablábamos en períodos de
dos a cinco minutos con intervalos de pausa de cinco a diez minutos entre
conversación y conversación. Nadie se interrumpía. Cuando uno hablaba el otro
se abanicaba y concentraba su mirada fijamente en el otro – interesada o
desinteresadamente, eso daba igual. Si uno quería contestar a algo, dejaba que
el otro terminase de hablar y dejaba pasar unos segundos antes de pronunciar
palabra. Así ahorrábamos energía y nos cansábamos menos. Y es que cuando hace
tanto calor y aire caliente, a uno le pesa más el cuerpo; siente que la
gravedad que ejerce la Tierra sobre nosotros es mayor. A uno le cuesta más dar
un paso. Y si le sumamos un polvo anaranjado en el cielo que ciega el horizonte
y lo que esté a cinco metros de ti, pues ya directamente te digo que vivo en
Marte. Pero afortunadamente, no era el caso de esa tarde, tan sólo había que
soportar la calima a medias.
“Me acuerdo en Lanzarote cuando venía calima o
siroco nos tumbábamos en la acera de la calle y pasábamos las noches.” Recordó
mi tía María.
“Sí. Toda la calle llena de gente durmiendo en la
acera.” Le secundó mi tía Juana.
“Era donde uno podía coger más fresquito.” Dijo mi
madre.
“Claro, en esa época no había aire acondicionado.”
Me complació mi tía María.
“Pero ventiladores sí habría.” Dije yo.
“Ventiladores tenían los señoritos.” Me contestó
Juana.
Silencio corto.
Mi abuela se levantó y se apoyó en la balaustrada
para observar la calle.
“¿Qué hace Ma?”
Le preguntó Juana.
“A mi parecer viene caminando por arriba una de las
gemelas.” Siguió mi abuela mirando quién se acercaba, y cuando la tenía más a
tiro, rectificó. “¡Ah no, muchacha! Es la hija de la vecina. Y eso que las
gemelas le sacan lo menos tres cabezas a la chiquilla.” Soltó una risita cachonda.
“La pobre viene cagándose toda.”
La hija de la vecina nos saludó a todos cuando llegó
a la altura de la casa.
“¿Cómo estás de la cagalera chiquilla?” Le preguntó
mi abuela.
“Ahí voy.”
“Y encima con estos calores.”
Silencio corto.
“¿Hago café?” Pregunté.
Nadie contestó.
“Voy a hacer café. ¿Quieres café mamá?” Volví a
preguntar.
Mi madre no contestó.
“Ya lo hago yo.” Dijo María. “¿Quién quiere café?”
“¿Con estos calores?” Preguntó asombrada mi abuela.
“Cuando hace calor es mejor beber bebidas
calientes.” Le dije.
“Yo quiero.” Se decidió Juana.
“Yo me voy a tomar otro.” Dijo María mientras entraba
en la casa.
“En el desierto están bebiendo té todo el día.” Reflexionó
mi madre.
“¿Quieres café?” Le pregunté yo.
“Quiero un té.” Fue su contraoferta.
“¿Un qué?” Le preguntó mi abuela, que sí se había
enterado pero quería confirmarlo.
“Un té abuela.” Le dije yo.
“Eso no tengo yo cristiana.”
Le dijo mi abuela a mi madre, alzando la voz más de lo recomendado con estos
calores.
“Pues un café.” Cedió finalmente mi madre.
“¡María!” Le grité por la puerta. “Uno solo para mi
madre.”
Silencio largo.
Después del café, seguíamos dándole al abanico o a lo
que fuese que abanicase. Había entrado la noche y esta vez fue mi madre quien
rompió el silencio.
“¿Y en Fuerteventura qué tal?” Dirigiéndose a sus
hermanas que hacía unos días que habían vuelto de Fuerteventura.
“Muy bien.” Contestó Juana.
“Muy bien el hotel.” Dijo María.
“Muy grande.” Complementó Juana.
“En Fuerteventura mira que son vagos.” Soltó mi
madre. “Allí no son trabajadores como nosotros los conejeros.”
“¡Qué sabrá ella!” Masculló agriamente Juana. “¿Qué
dices?”
“Que los majoreros no trabajan tanto como en
Lanzarote.” Volvió a repetir mi madre.
“Es verdad, tienen fama de vagos.” Le reconoció
Juana a mi madre mirándome a mí.
Silencio largo.
Le tocó el turno a mi abuela, que sacó el tema de la
religión.
“¡Ni en la iglesia hay gente con la crisis que hay!”
“¡Ay Ma!
¿Qué está diciendo?” Le largó mi tía Juana.
“La gente ya no quiere ir a la iglesia muchacha.” Le
siguió diciendo mi abuela.
Tras una pausa cortísima, mi abuela retomó la
palabra.
“Dios creó en el mundo a toditos por igual, creó a todos
los que somos en el mundo - buenos, malos, feos, mariquillas, a todos.”
No pudimos evitar descojonarnos de la risa ante
semejante reflexión.
“¡Qué dice!” Dijo espantada mi madre “¿Usted aún se
cree todo eso?, ¿que Dios creo el mundo?
“¿Y quién si no?” Le preguntó mi abuela.
“¡Déjela!” Le aconsejó María a mi madre.
“¡La naturaleza, cristiana!
La naturaleza y esas cosas que se han demostrado.” Dijo mi madre ofendida. “Hizo
más Teresa de Calcuta que ese Dios.” Reflexionó mi madre tras cinco segundos de
pausa.
“¿Qué hizo esa?” Le preguntó obstinada mi abuela.
“Dar de comer a los pobres.”
Y entonces
mi abuela empezó a rezar un romancero mirando en alto hacia el cielo como si
estuviese cantando.
“En debajo de un olivo está la Virgen María
dándole el pecho a su niño y el niño no lo quería.
─Dime, Niño, por quién lloras,
si lloras por los azotes o por lo que te dolía.
─No lloro por los azotes ni por lo que me dolía,
lloro por los pecadores que mueren todos los días,
porque el infierno está lleno y la gloria está vacía.”
Yo no salía de mi asombro. No sabía si reír o aplaudir.
“¿No lo grabaste?” Me preguntó mi tía María. “¿No grabaste a abuela cantando
romances? ¡Eso es para haberlo grabado!
Jordi
Boldú. Arguineguín, 15 de mayo de 2012.