viernes, 25 de mayo de 2012

EXOTIZAR

CUATRO-CINCO: [...] y someterán a la población, obligando abrazar el islam y condenando a sus ciudadanos a vivir bajo las leyes de la Sharía. Será un completo desastre.
CUATRO: ¡No exotices, por favor!
CUATRO-CINCO: jajaja, siempre lo hago, ¿te has dado cuenta?
CUATRO: ¡Sí!
CUATRO-CINCO: ¡Oh, fiel amiga! Me conoces bastante bien. Exotizo demasiado.

·····

UNA ABUELA: ¿Nadie va a hacer café?
UN NUERO: Señora, espere a mi hija que ahora viene.
UNA ABUELA: Esa mujer no viene sino en la medianoche pa'l día siguiente.

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HERMANO MAYOR: Hermano, ¡qué guapa esa camisa! Y qué pijo que eres, ¿es de Tommy?
HERMANO PEQUEÑO: Es mía.

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UNA ABUELA: Niño, ¿no has visto el caracol tan grande que tengo en mi parterre?
UN NIETO: ¡Ay pues sí! ¡Qué lindo está!
[...]
UNA HIJA: Cristiana, se le va a echar fuera.
UNA ABUELA (levantándose a por el caracol): Ese no se me escapa, ¡no lo he criado yo pa que se me mande a mudar!
UNA HIJA: ¿Usted no se acuerda del chiquito lagarto que había en mi casa? ¿Que no había forma de sacarlo?
UNA ABUELA: ¡Ay, quita pa allá! Ni al barranco me asomo ya, que los he visto con las cabezas más grandes que la de tu hijo.

·····

[...] 
AMIGA: Pues niña, voy a tirar yo para mi casa, todavía me queda toda la cuesta.
MA: Venga muchacha, a ver si te traes un día a tu marido y nos vamos de huelga.

Jordi Boldú. Arguineguín, 25 de mayo de 2012.

martes, 15 de mayo de 2012

CALIMA




Una tarde de cualquier día de la semana, sentados en la terraza de una casa canaria, da para mucho; y más aún cuando hace calor - mucho calor. Abanicos en mano, sentados en sillas de plástico y en silencio, estábamos mi abuela, mis tías Juana y María, mi madre y yo, en casa de mi abuela. Hablábamos en períodos de dos a cinco minutos con intervalos de pausa de cinco a diez minutos entre conversación y conversación. Nadie se interrumpía. Cuando uno hablaba el otro se abanicaba y concentraba su mirada fijamente en el otro – interesada o desinteresadamente, eso daba igual. Si uno quería contestar a algo, dejaba que el otro terminase de hablar y dejaba pasar unos segundos antes de pronunciar palabra. Así ahorrábamos energía y nos cansábamos menos. Y es que cuando hace tanto calor y aire caliente, a uno le pesa más el cuerpo; siente que la gravedad que ejerce la Tierra sobre nosotros es mayor. A uno le cuesta más dar un paso. Y si le sumamos un polvo anaranjado en el cielo que ciega el horizonte y lo que esté a cinco metros de ti, pues ya directamente te digo que vivo en Marte. Pero afortunadamente, no era el caso de esa tarde, tan sólo había que soportar la calima a medias.
“Me acuerdo en Lanzarote cuando venía calima o siroco nos tumbábamos en la acera de la calle y pasábamos las noches.” Recordó mi tía María.
“Sí. Toda la calle llena de gente durmiendo en la acera.” Le secundó mi tía Juana.
“Era donde uno podía coger más fresquito.” Dijo mi madre.
“Claro, en esa época no había aire acondicionado.” Me complació mi tía María.
“Pero ventiladores sí habría.” Dije yo.
“Ventiladores tenían los señoritos.” Me contestó Juana.
Silencio corto.

Mi abuela se levantó y se apoyó en la balaustrada para observar la calle.
“¿Qué hace Ma?” Le preguntó Juana.
“A mi parecer viene caminando por arriba una de las gemelas.” Siguió mi abuela mirando quién se acercaba, y cuando la tenía más a tiro, rectificó. “¡Ah no, muchacha! Es la hija de la vecina. Y eso que las gemelas le sacan lo menos tres cabezas a la chiquilla.” Soltó una risita cachonda. “La pobre viene cagándose toda.”
La hija de la vecina nos saludó a todos cuando llegó a la altura de la casa.
“¿Cómo estás de la cagalera chiquilla?” Le preguntó mi abuela.
“Ahí voy.”
“Y encima con estos calores.”
 Silencio corto.

“¿Hago café?” Pregunté.
Nadie contestó.
“Voy a hacer café. ¿Quieres café mamá?” Volví a preguntar.
Mi madre no contestó.
“Ya lo hago yo.” Dijo María. “¿Quién quiere café?”
“¿Con estos calores?” Preguntó asombrada mi abuela.
“Cuando hace calor es mejor beber bebidas calientes.” Le dije.
“Yo quiero.” Se decidió Juana.
“Yo me voy a tomar otro.” Dijo María mientras entraba en la casa.
“En el desierto están bebiendo té todo el día.” Reflexionó mi madre.
“¿Quieres café?” Le pregunté yo.
“Quiero un té.” Fue su contraoferta.
“¿Un qué?” Le preguntó mi abuela, que sí se había enterado pero quería confirmarlo.
“Un té abuela.” Le dije yo.
“Eso no tengo yo cristiana.” Le dijo mi abuela a mi madre, alzando la voz más de lo recomendado con estos calores.
“Pues un café.” Cedió finalmente mi madre.
“¡María!” Le grité por la puerta. “Uno solo para mi madre.”
Silencio largo.

Después del café, seguíamos dándole al abanico o a lo que fuese que abanicase. Había entrado la noche y esta vez fue mi madre quien rompió el silencio.
“¿Y en Fuerteventura qué tal?” Dirigiéndose a sus hermanas que hacía unos días que habían vuelto de Fuerteventura.
“Muy bien.” Contestó Juana.
“Muy bien el hotel.” Dijo María.
“Muy grande.” Complementó Juana.
“En Fuerteventura mira que son vagos.” Soltó mi madre. “Allí no son trabajadores como nosotros los conejeros.”
“¡Qué sabrá ella!” Masculló agriamente Juana. “¿Qué dices?”
“Que los majoreros no trabajan tanto como en Lanzarote.” Volvió a repetir mi madre.
“Es verdad, tienen fama de vagos.” Le reconoció Juana a mi madre mirándome a mí.
Silencio largo.

Le tocó el turno a mi abuela, que sacó el tema de la religión.
“¡Ni en la iglesia hay gente con la crisis que hay!”
“¡Ay Ma! ¿Qué está diciendo?” Le largó mi tía Juana.
“La gente ya no quiere ir a la iglesia muchacha.” Le siguió diciendo mi abuela.
Tras una pausa cortísima, mi abuela retomó la palabra.
“Dios creó en el mundo a toditos por igual, creó a todos los que somos en el mundo - buenos, malos, feos, mariquillas, a todos.”
No pudimos evitar descojonarnos de la risa ante semejante reflexión.
“¡Qué dice!” Dijo espantada mi madre “¿Usted aún se cree todo eso?, ¿que Dios creo el mundo?
“¿Y quién si no?” Le preguntó mi abuela.
“¡Déjela!” Le aconsejó María a mi madre.
“¡La naturaleza, cristiana! La naturaleza y esas cosas que se han demostrado.” Dijo mi madre ofendida. “Hizo más Teresa de Calcuta que ese Dios.” Reflexionó mi madre tras cinco segundos de pausa.
“¿Qué hizo esa?” Le preguntó obstinada mi abuela.
“Dar de comer a los pobres.”
Y entonces mi abuela empezó a rezar un romancero mirando en alto hacia el cielo como si estuviese cantando.
“En debajo de un olivo está la Virgen María
dándole el pecho a su niño y el niño no lo quería.
─Dime, Niño, por quién lloras,

si lloras por los azotes o por lo que te dolía.

─No lloro por los azotes ni por lo que me dolía,
lloro por los pecadores que mueren todos los días,
porque el infierno está lleno y la gloria está vacía.”

Yo no salía de mi asombro. No sabía si reír o aplaudir. “¿No lo grabaste?” Me preguntó mi tía María. “¿No grabaste a abuela cantando romances? ¡Eso es para haberlo grabado!
Jordi Boldú. Arguineguín, 15 de mayo de 2012.

miércoles, 9 de mayo de 2012

ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS


En algún lugar cerca de Darjeeling, a pie de montaña, la oscuridad gélida se apodera de un lúgubre bosque hipnotizado por la Luna. Son alrededor de las cinco de las mañana y el amanecer está cerca. En una de las ramas de un pino, un imponente búho acecha el estrecho sendero que se asoma tímido y temeroso entre los árboles. Alertado por unos lejanos pasos, el búho gira bruscamente su cabeza hacia el origen del ruido y ulula en  señal de advertencia. Vigilante avizor. Alguien se acerca rápidamente y el búho permanece expectante.
Una mujer joven corre sin cesar adentrándose en lo fosco. Va vestida al estilo tradicional nepalés, con un pequeño bolso atado a la cintura. Kanchi, de unos veinte y pocos años de edad, es morena, de piel dorada y grandes ojos azabaches rasgados; lleva su cabello negro urdido en una larga trenza.
Kanchi corre sin descanso, la angustia le roba por momentos la razón y la somete a un sentimiento de confusión y desorientación. No para de mirar desconcertada hacia los lados y perturbada cuando echa la mirada hacia atrás. Corre asustada dando pasos tercos, peligrando tropezar en cualquier momento. Se detiene por un instante presa de su cansancio y apoya sus manos sobre sus rodillas. Respira avivadamente con muchísima ansiedad y vuelve a mirar hacia los lados, cerciorándose de si está siguiendo el camino adecuado. Alza su mirada hacia el cielo y observa la Luna, que permanece impasible siguiendo su recorrido. Media luna protegida por un cielo cubierto de estrellas. Todos son testigos de su huida.
Un ruido extraño, posiblemente de algún animal merodeando entre los arbustos, la asusta, y alertada, Kanchi retoma su evasión. La melodía de su teléfono móvil la sorprende y Kanchi tropieza con una piedra - inoportuno obstáculo en su camino. Cae al suelo apoyando sus manos sobre la tierra húmeda y husmea en su bolsito en búsqueda de su móvil. Un tal Shyam le está llamando y un escalofrío recorre su cuerpo. Kanchi duda en si cogerlo o no, pero finalmente accede y lo coge pero permanece callada. Se distingue un agitado murmullo de una voz masculina bastante disgustada. Kanchi no deja de mover su cabeza de un lado a otro a modo de negación. Agarra el teléfono con toda su rabia y lo lanza contra un árbol. El gran pino estremece y retumba de exaltación. Los pájaros, anónimos e invisibles, ocultos entre las ramas, alzan el vuelo festejando la impetuosa decisión de Kanchi.
Kanchi permanece inmóvil, acuclillada. Frunce el ceño estremecida mientras los ojos se le humedecen hasta aflorar las primeras lágrimas de rabia. Llora angustiada pero trata de calmarse cerrando los ojos y respirando profundamente - la Luna empieza a cantarle una nana.

Kanchi abre los ojos. La Luna ha dado paso al Sol que satura paulatinamente el bosque y  las montañas. Kanchi está más relajada. Se levanta y emprende su camino, esta vez más consciente y no tan torpe. Parece no estar perdida y decide no correr pero si caminar con ligereza.

Kanchi llega a la ciudad y se adentra en las tranquilas calles. Los comercios están despertando, los primeros chya (té) de la mañana ya hierven en los puestos callejeros. Las vacas pasean sin ninguna prisa en busca del desayuno y Kanchi sigue su rumbo hacia la estación de autobuses.
La estación está bastante concurrida. Los motores de los autobuses rugen aguardando por emprender la marcha. Algunos abandonan la estación abarrotados de viajantes. Kanchi se acerca a uno de los puestos de información para preguntar a uno de los hombres.
“Perdone.” Kanchi suena nerviosa e insegura,  “¿cuándo sale el próximo autobús?”
“¿El próximo autobús a dónde?” le pregunta atónito el hombre.
Kanchi aguarda un segundo antes de responder.
“No lo sé.”
“¿A dónde quiere ir mujer?”
Kanchi se detiene presa de su incertidumbre. De repente, un enorme gato de Cheshire se posa en el mostrador de un salto maullando dulcemente. El hombre lo asusta y el gato responde furiosamente y se larga de un brinco.
“No lo sé.” Vuelve a decir Kanchi.
“Ese autobús de ahí sale en diez minutos.” Le comenta el hombre con clemencia, y señalando con el dedo el autobús en concreto Kanchi se marcha agradecida.

La curiosidad invade a Kanchi que se vuelve hacia el hombre.
“¿Y a dónde se dirige ese autobús?”
“Señora, ¡y qué más da! Supongo que no tiene importancia.” Dice el hombre mordazmente.
Kanchi le observa fascinada.

Jordi Boldú. Nueva Delhi, 31 de julio de 2011.